Michael Stolleis falleció el pasado 18 de marzo.  Muchos lo conocen por su enciclopédica obra en cuatro volúmenes Geschichte des öffentlichen Rechts in Deutschland (1988-2012), texto que ha sido traducido a varios idiomas (pero desgraciadamente no al castellano) y que ha creado en Alemania un nuevo campo de investigación. Especialmente interesantes me resultan sus dos últimos volúmenes dedicados al siglo XX y que se han enfrentado, en ocasiones, a temas aún candentes como el nacionalsocialismo o la época de Adenauer.

Otros pueden que lo conozcan por su Gemeinwohlformeln im Nationalsozialistichen Recht (1974), donde realiza un extenso recorrido sobre cómo la cláusula del bien común se había insertando en diversos ámbitos legislativos del nacionalsocialismo para, por medio de la interpretación, dejar las manos abiertas a las espurios objetivos dictatoriales; un texto valiente, innovador y pionero que no cayó bien a todo el mundo en aquel momento, me comentó su autor.

Otros, quizá los que leyeron el anterior libro, lo siguieron en su Recht im Unrecht (1994), donde se pasa revista de cómo se ha escrito y se debe escribir la historia del derecho de un régimen totalitario como el nacionalsocialista y también se analiza el derecho político, el derecho administrativo o la justicia administrativa así como la terminología clave del Leviathan nazi. Una obra en donde la historia del derecho se mezcla magistralmente con una mirada filosófica y metodológica que no es, desde luego, una huera y artificial historia de los conceptos sino que se detiene en lo concreto, en lo empírico, por ejemplo, cuando analiza el caso de “Die weibe Rose”, la película de Verhoeven y Krebs, y las consecuencias que ejerció sobre la opinión pública; aquí la reconstrucción histórica atiende al problema del presente, manejando argumentaciones filosóficas que se distancian de anacronismos carentes de sentido y que tratan de negar la validez jurídica del régimen nacionalsocialista echando mano del viejo iusnaturalismo.

Otros, los menos, quizá hayan leído su libro Sozialistische Gesetzlichkeit (2009), donde una vez más, Stolleis, con su incasable espíritu pionero, abre huella en el estudio de la ciencia del derecho público en la Alemania del Este. Allí relata cómo la ciencia jurídica estaba dominada por una élite que construía, gestionaba y, en su caso, destruía redes de poder. Asimismo establecía los tópicos sobre los que debían versar trabajos doctorales, monografías o centrarse las investigaciones. El “cielo partido” (expresión tomada de una conocida novela de Christa Wolf) es una metáfora que describe las relaciones entre los amantes a los dos lados del muro y también entre las dos ciencias jurídicas. El muro no era poroso. Hay pocos canales de comunicación y de interacción. Disidente es aquél que mira hacia fuera. Aquellos que se atreven a asomarse por encima del muro, desde la República Federal, parecen ser solo exóticos expertos que, en muchas ocasiones, son incapaces de apreciar los matices críticos camuflados tras el lenguaje demasiado burocrático y politizado de los textos. Stolleis quiebra estos paradigmas y nos ofrece un libro que, a mi entender, ha pasado desapercibido, pero que ha de ser tenido muy en cuenta.

Quizá entre nosotros Michael Stolleis haya sido leído principalmente en los textos que han sido vertidos al castellano: La historia del derecho como obra de arte (Comares, 2009), La textura histórica de las formas políticas (Marcial Pons, 2011), El ojo de la ley (Marcial Pons, 2010) (Marcial Pons, 2017), Estado, Europa y globalización (Olejnik, 2017) o su Introducción al derecho público alemán). Parece que el lector castellano parlante tiene donde escoger, pero si comparamos la quizá decena de textos que existen vertidos a nuestra lengua con su producción completa el balance es pobre. Queda mucho por hacer y no solo por agradecimiento y admiración académica, más bien por el motivo quizá poco altruista de comprender nuestra propia historia y comprender nuestro presente.

La lista de publicaciones es extensa, pero desgraciadamente finita. El punto final llegó inesperadamente, quizá aún más para aquellos que, por circunstancias personales, tendíamos a confundir al autor con su obra. Tuvimos la suerte de conocerlo, de que nos regalara sus trabajos, de dialogar con él y de vivir en primera persona su curiosidad científica ante un nuevo hallazgo. Recuerdo claramente el brillo de sus ojos cuando me comentaba que había encontrado el texto con el que Theodor Maunz iba a participar en el congreso antisemita que organizó Carl Schmitt. Para muchos de nosotros, Michael Stolleis está unido al corredor verde del Nidda, donde está situado aquel edificio de formas cúbicas que albergó durante algunos años el Max Planck Institut. Allí lo conocí de forma casual como se producen los encuentros esenciales en nuestras vidas, o eso decía Cortázar.

Una lluvia torrencial, helada, casi metálica, caía aquella mañana sobre Frankfurt. Embutido en ropa técnica de montaña recorrí en bicicleta los pocos kilómetros que separan la Kiesstrabe, junto a la Karl Marx Buchhandlung, del Max Planck. Llegué al garaje calado hasta los huesos. Subí en el ascensor y, cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, entró un señor de planta atlética y ojos azules glaciares. Me miró de arriba abajo, con una media sonrisa, me dijo muy educadamente: “Buenos días, ¿Quién es ud?”. “¿Y ud?”, le contesté, con demasiado desparpajo. La sonrisa achinaba de nuevo los ojos polares: “Bueno, soy Michael Stolleis, director del instituto”. Tierra trágame, pensé. Después de aquel tropiezo no esperaba lo que sucedió. Me invitó a su despacho, le conté que estaba traduciendo un artículo de Josef Isensee, hablamos de todo un poco (lo cierto es que no recuerdo exactamente bien de qué). Llegó alguna invitación a un pequeño congreso, traducciones de sus textos, aliento y avales para solicitar prestigiosas becas. Aquel desconocido de ojos color mar-invierno cambió mi vida y mejoró notablemente mi formación. Stolleis ayudó a un joven español completamente desconocido que lo único que había hecho era espetarle en el ascensor del Max Planck que quién era él. Mentor de jóvenes doctorandos, siempre dispuesto a ayudar a los visitantes, promotor de proyectos de investigación, editor de libros colectivos, él que se calificaba a sí mismo como “un corredor solitario de maratón” se preocupaba e interactuaba con los demás y animaba, una y otra vez, empresas colectivas. Era capaz de recomendarte de memoria bibliografía sobre cualquier tema histórico jurídico y, un segundo después, sugerirte la lectura de la última novela de Ursula Krechel. Trataba a los demás sin jerarquías. No quiere esto decir que, como escribiera Adorno en su Minima Moralia, su conciencia, a raíz de la edad, hubiera devenido demasiado ancha y todo lo perdonara y todo lo entendiera. Como académico y científico era apasionado y exigente consigo mismo y para con los demás. Fue una persona con los pies en la tierra, que solía hacer en verano, aun siendo ya bastante mayor, largos viajes en bicicleta por el Radweg junto a algún caudaloso río centroeuropeo, fijándose en los nidos de las cigüeñas o en cosas aparentemente insignificantes, que luego te contaba para desdramatizar la pesadez de las charlas académicas. Quizá el tono de esta breve nota no sea en este párrafo final demasiado académico, quizá haya abusado en exceso de la primera persona del singular, pero no sé cómo escribirlo de otro modo. A veces, tenemos la fortuna de conocer no solo la obra sino también a sus autores.

Federico Fernández Crehuet